martes, 13 de septiembre de 2011

MANOLO CSI

Imaginemos a un tipo de unos 45 años, residente en una urbanización cualquiera de esas llenas de chalets adosados con su diminuto jardín en las afueras. Llamémosle Manolo por aquello de la comodidad. Lleva una vida plácida y sin más complicaciones que las habituales: de casa al trabajo, del trabajo a casa, los niños y la visita semanal a la suegra. O al menos es así, hasta que un día un grupo de vándalos confunden la fachada de su precioso chalet con una diana de huevo al blanco.

Lógicamente, a Manolo la obra pictórica perpetrada en su inmaculada pared le hace la misma gracia que las almorranas. Y mientras frota con ahínco tratando borrar tan fatal suceso y mentando a la madre que parió al autor o autores, se va pillando uno de esos cabreos monumentales. Desquiciado porque el aspecto de su pared no cambia, recoge los cascos de los huevos que yacen burlones sobre el césped. Se dispone a arrojarlos a la basura cuando tiene una de esas revelaciones marianas nacidas de la desesperación y de las mentes sagaces y clarividentes. Dos minutos más tarde, gracias a su habilidad al volante de su coche, se presenta en el único supermercado de la zona. En el año que lleva abierto, es la primera vez que entra. Así que echa un vistazo rápido al espacio, ignora todas las indicaciones (está él como para comportarse civilizadamente y entrar por donde se debe), se va donde la cajera y le pregunta a bocajarro -mientras le planta bajo las narices los cacos delictivos- si en ese establecimiento se venden esos huevos. Le importa tres huevos que la cajera esté ocupada atendiendo a otra persona.
El desconcierto del cliente y de la cajera es mayúsculo. Supongo que la chica, acostumbrada a lidiar con algún que otro cliente insufrible, pejiguero, agresivo y maleducado, tiene una paciencia comparable a la del Santo Job. Pero servidora, allí presente, se debate entre la curiosidad que carateriza a La Sombra y la usual mala leche de La Insoportable. Finalmente, puede la curiosidad por saber de qué va el asunto.

La cajera le responde que en el establecimiento no se venden esos huevos. Tal rotunda afirmación la hace en base a que los mentados huevos llevan el código de lote estampados en color verde y no en rojo como los que se venden allí.
A nuestro soplagaitas Serlock la explicación no le satisface y se va derechito a los huevos a comprobar, empíricamente, la afirmación de la cajera. A estas alturas ni ella ni yo sabemos de qué va la historia y decir que estamos atónicas, es quedarme corta.

Desolado porque sus indagaciones han llegado a un callejón sin salida, nuestro Manolo CSI de pacotilla nos cuenta la desgracia de su fachada y la que él cree una irrefutable e infalible línea de investigación. Según su racional teoría, los gamberros habrían comprado el arma del crimen en ese establecimiento y la cajera sería capaz de dos hechos prodigiosos:

1- Saber quién compró la docena de huevos.
2- Proporcionarle el nombre completo, el DNI y el domicilio del o de los delincuentes.

Todo de una coherencia obvia y comprensible hasta para un tonto. ¡Lástima! ¡En que pequeños detalles naufragan las grandes teorías!

Desinflado y frustrado, Manolo camina cabizbajo hasta la salida, se monta en el coche y se pierde en la lontananza de la carretera cual tahúr que jugó al negro (en este caso verde) y perdió todo porque salió el rojo.

Y no. No lo haré. Ésta vez me abstengo de añadir más comentarios sobre la naturaleza humana. Que cada quien piense lo que le dé la gana.