jueves, 19 de agosto de 2010

CÓMO DESCUBRÍ QUE QUERÍA SER ESCRITORA.

Desde que no tenía uso de razón, cuento historias. Mi madre me parió con ese vicio. Lo malo, es que incluido en el lote genético junto al vicio, venía un defecto: el despiste. Por su culpa tardé un par de décadas en plantarme ante mis padres para soltarles: “Padres, quiero ser escritora”. Primero porque no lo sabía y luego, por vergüenza.
Mi primer guión, si se le puede llamar así, lo escribí a los siete años. Debí darme cuenta entonces de mi vocación, pero estaba demasiado centrada en tratar de recuperar la que era mi serie favorita en aquel entonces: “Galáctica, estrella de combate”.

La segunda pista me la dio el súbito interés que me llevo a escribir un pregón para la fiesta del colegio. No eligieron mi propuesta, prefirieron la de otra de mis compañeras de clase. El primer revés en mi carrera me disgusta más ahora que entonces. Más que nada, porque ahora encajo peor lo rechazos.

Y como dice el refrán, a la tercera revelación, va la vencida. Las gracias se las tengo que dar a Concepción Sancho, mi profesora de lengua. Vivía obsesionada por enseñarnos todos los entresijos del castellano. Junto a sus interminables deberes, aparecía semanalmente la dichosa composición escrita. Todo ello suponía una tortura para la pésima estudiante de lengua y literatura que habitaba en mí. O al menos, así fue hasta que la hipérbole se atravesó en mi vida. Acabamos de dar la figura literaria en clase y la composición semanal versaba sobre ella. No sé que conjunción planetaria regiría mi signo ese día, pero el caso es que la musas me hablaron y me divertí de lo lindo escribiendo. La calificación a mi esfuerzo fueron tres uves. La manera fina que tenía mi profesora de decir: “es demasiado bueno para que lo hayas escrito tú”. En ese instante, en lugar de indignarme por recibir tal varapalo, sentí una felicidad exultante y tuve la revelación definitiva. Ni siquiera me defendí. Me pareció una pérdida de tiempo. Además, una mala nota era insignificante si lo comparaba con mi gran descubrimiento.
A partir de ese momento, comencé a escribir poesías a escondidas. Mis primeros textos adolescentes no han visto la luz y no la verán mientras viva. Si no han terminado en el cubo de la basura, ha sido sólo porque soy una sentimental empedernida y les tengo cierto apego.

Andaba en los 19, cuando publiqué por primera vez. Lo hice en “El Gallo”, el periódico de la Universidad de Cantabria, bajo el seudónimo de Arnailso Santa Ventura. Arnailso es mi nombre con las letras en otro orden. Santa porque me encomendé a todo lo divino y Ventura porque aquello era mi primera aventura como proyecto de escritora.

Pero el salto definitivo lo di en el 2006, cuando decidí participar en el proceso de selección para el Taller Telemundo Escritores 2006. Ese fue mi primer gran reto porque ser una de las elegidas entre varios miles de solicitudes por una de las más prestigiosas y exitosas cadenas de habla hispana en Estados Unidos, no es cosa baladí. En los seis meses que duró el Taller, nació lo que se había gestado durante décadas: una escritora. En ese tiempo, mis profesores me dotaron de las herramientas necesarias para organizar lo que hasta entonces hacía por instinto. Mi historia para Medios Digitales fue la segunda mejor calificada por los profesores y directivos de la cadena.

Varios años han pasado desde entonces. En ese tiempo incursioné en la literatura infantil. “Los cuentos del bosque de Bellavista” son los cuentos que inventaba sobre la marcha, años atrás, para mis dos sobrinos. Eran mi manera de enseñarles la mitología cántabra. “Una princesa de verdad” nació para que mi amiga Marivi diese rienda suelta a su vocación por el dibujo. Y “Una colorida tarde en el museo” fue mi homenaje a uno de mis pintores favoritos: Joan Miró.

Al 2010 lo llamo el año del avituallamiento. Buena parte de él, ha servido para recopilar vivencias, investigar y seleccionar un nuevo proyecto. Sólo Dios sabrá lo que me espera en los meses que le restan. Pero una cosa es cierta, cada día deja una impronta que tarde o temprano termina atrapada en una frase.

En cada final, el destino escribe un comienzo y el mío siempre comienza con “Erase una vez...”

lunes, 9 de agosto de 2010

EL TORO




La relación entre el ser humano y los animales es muy distinta si te crías en la ciudad o en el campo. Comprendo perfectamente, que a los chicos de ciudad, un filete les resulte tan anónimo como un mail enviado por error por un desconocido. Sin embargo, para mí, como nena criada en el campo, el filete siempre tiene un nombre, pues crecí conociendo al animal que tiempo después aterrizaba en mi estómago tras hacer escala en mi plato. Con algunos de ellos tenía vínculos especialmente sentimentales, como fue el caso de algún que otro potro. Pero la primera enseñanza que recibí de la relación entre animales y hombres, es que el animal siempre está al servicio de hombre. Los gatos cazaban ratones, los perros arreaban ganado, las vacas proporcionaban leche y carne, los caballos, además de servir como medio de transporte, daban carne y así, sucesivamente con el resto. Por ello, había que tratarlos bien, darlos una buena vida y despacharlos sin remilgos cuando ya no servían.
Así que, cuando escucho a los defensores de los animales hacer campaña a favor de la prohibición de las corridas de toros (por cierto, ¿por qué no se incluyen otros festejos taurinos?), se me ponen los pelos como escarpias. Primero, porque no me mola nada eso de que el Estado ande prohibiendo alegremente por ahí cuanto se le antoja (tabaco, botellón, fiestas en la playa, toros...) y segundo, porque me asalta la premonición de la extinción del toro de lidia. Porque tenéis que saber, nenes de ciudad, que en el momento que el animal deje de ser negocio, desaparecerá. A lo sumo, quedará algún que otro ejemplar en algún zoológico o en alguna reserva natural vigilado por el grupo de expertos que se dejará la piel para evitar su desaparición. Pensaréis que soy una exagerada, pero el oso pardo y el lince ibérico son un buen ejemplo de lo que el ser humano hace con las especies que le estorban y amenazan. Y es que, por mucho que queramos tapar el sol con un dedo y presumamos de nuestra racionalidad, los humanos somos depredadores y nos comportamos como tales siempre.
Conste que no todos los festejos taurinos me gustan y que comparto la opinión de Lorca cuando decía, que a los toros nadie va a divertirse, se va a ver un drama.
Pero no puedo dejar de preguntarme ¿para qué sirve un toro de lidia si no es para algún festejo taurino? En la respuesta a esta pregunta se esconde la supervivencia de este animal tan nuestro.